Entonces ya no había belleza en sus ojos, ni siquiera había resignación."Así es como se deben de sentir los sueños en la Antártida, frágiles, fríos" Pensaba para sí misma. "Todo es por ser lo que soy en un mundo equivocado, un mundo preparado para la guerra pero asustado de las mujeres, nadie tiene la culpa, pero todos deberíamos llorar".
No tenía que haber llegado tan tarde a casa, él se enfadaría, y ella lo sabía. "Fui una estúpida, era consciente de lo que iba a pasar"-se repetía; pero quién iba a culparla estando en su situación, cómo volver al infierno cuando ya sabes a qué huele el azufre. Un retraso en esas circunstancias es comprensible. Cómo explicar que conoce lo que se siente al tener una rodilla encajada en la espalda.
"No vuelvas a traicionarme"-le gritaba él. "No, lo prometo"-contestaba ella luchando con la respiración.
Cómo salir a la calle cuando has perdido la felicidad en la esquina del cuarto de baño donde te escondes por las noches.
"Bien, ahora sé buena chica"-murmuró bajándose el pantalón del pijama. "No"-Ella había aprendido que por cada "no" hay un nuevo corte, una nueva marca, pero sigue diciendo que "no". En el fondo espera una señal de compasión en él, por remota que sea, a fin de cuentas un día se quisieron. Se quisieron para siempre, para el jamás de los jamases.
"¿Ya te dieron ganas?"- insistía. "No" "Entonces tendrá que ser sin ganas"
Cómo sonreírle al espejo cuando solo te devuelve a un fantasma que te ha robado los ojos.
"La violencia no es sino una expresión del miedo"-Arturo Graf.
Se acurrucó en la esquina de la habitación con una mirada de alimaña hambrienta en la cara. Estaba arrepentido, nunca me había visto gritar así.
-No lo haré más, lo juro-me dijo, entre sus gruesos dedos encallecidos.
-No pasa nada, Alberto-le consolé, quitándole hierro a la situación. Claro que pasaba algo, pasaba que de pronto yo era la mujer más estúpida que había conocido.
Él, que sabe perfectamente que los amaneceres siempre huelen a hierba recién cortada, me acarició el mentón con una sensibilidad que habría parado los relojes de todo el país de habérselo propuesto.
-Tú sabes, que para mí solo existes tú, Nuria. Lo sabes.
-Sí…- maldecí.
Alberto me miraba las pestañas deseando que se apartaran de su camino. Nos habíamos conocido hacía cuatro años en una piscina de barrio y desde entonces todo era una sucesión de sintigos y contigos, de no me olvides, de no te abandonaré nunca, de te quiero sin quererte.
-¿Qué te parece si nos vamos ahora mismo bien lejos? No sé, a las cataratas del Niágara- me soltó con la esperanza de que dentro de mí hubiera una explosión de fantasía.
-Ya he estado- susurré, rompiendo su arrebato de romanticismo enloquecido made in Hollywood.
-¿De verdad?
-Alberto, cómo coño voy a haber estado en ese lugar si la vez que más lejos he estado de casa fue cuando tenía doce años y hacía colonias con el colegio en Pontevedra.
-Ah, no sé, eso es que no quieres ir entonces.
-Eso es que no puedes llevarme-le provoqué.
La vez que más lejos había estado de casa era justo en aquel momento, en aquella habitación, perdida sintiendo sus dedos recorriendo mi cuello con la habilidad de quien es capaz de bajarte el sol y colgarlo entre tus muslos.
-Nuria… ¿Qué quieres de mí?
-¿Qué quieres tú de mí, llevándome a las cataratas del Niágara de repente?
-A ti, te quiero a ti-En sus cejas se dibujaba el esquema del atrevimiento, ese gesto que te incita a ver si te atreves.
-A mi me tienes aquí, ahora.
Alberto me miró con los labios entreabiertos simulando fascinación, quizás sintiéndola, eso no era lo importante, lo importante era que había fascinación. Me sujetó con suavidad la nuca, hundiendo su mano en mi pelo y me acercó hacia él. A tres centímetros de su boca el aire es un cuchillo jamonero mal afilado, a mí me ardía la impaciencia, la espera ante lo inevitable a esa distancia, así que arremetí contra él devorando su aliento, dominando la situación. Le besé como se besa a los inviernos, con mucha saliva en los labios yfrío en la nariz. Me cebé con sus comisuras, recorrí el perímetro de su boca como un atleta los cien metros lisos y di media vuelta con un mordisco.
Mientras me separaba de él aprecié un brillo en sus ojos negros que desprendía sorpresa agridulce, miedo.
-Nuria, eso…eso ha sido increíble.
Claro que lo había sido. Le besé como se besa a los inviernos.
Aún no me había dado tiempo a esbozar una sonrisa de orgullo cuando la tenaza que sujetaba mi nuca me empujó contra él y me plantó un beso a medio camino entre el deseo y la gula. Yo le di la vuelta utilizando el peso de mi cuerpo y le tumbé en la alfombra. Fui besándole el mentón, el cuello, la clavícula, y descendía a medida que mis dedos desabrochaban su camisa de rayas, no dejando un solo poro de su piel sin empapar. Quería hacer mío su cuerpo, sus pensamientos, sus sentimientos, su valentía tan domada debajo de mis caderas.
Coloqué mis rodillas en sus costados acelerados y apreté las costillas al tiempo que mi pelvis enfundada en unos vaqueros negros se estrechaba con su bragueta de botones. Noté como sus pupilas se clavaban en mi boca y le besé otra vez, masajeando con mi pelvis constantemente, notando como despertaban sus instintos más animales debajo de mí.
-Nuria…
-Qué.
-Nunca te haría daño.
-Ya lo sé- volví a mentir- Ahora calla.
Alberto se incorporó sobre sus musculosos brazos, permaneciendo sentado y dejando que le envolviera con mis piernas, cruzadas a su espalda. Mientras me quitaba la camiseta, en ese momento en que solo se ve el color de la tela, me besó el escote con delicadeza, asiendo un pecho con firmeza. Yo le acariciaba el pelo y presionaba con mis tobillos en su lumbar aprentándole contra mí. Aquel momento era perfecto. Yo no le amaba, él sí, a su manera.O quizás fuera al revés, pero éramos la misma persona en aquella habitación. En una batalla campal sin reglas en la que tonto el último.
Podía notar sus manos sobre los bolsillos traseros de mi pantalón presionando con fuerza, a su respiración hacer la ola bajo mi garganta. Allí mandaba yo. Le desabroché las bermudas con velocidad de malabarista de yoyó e introduje mi mano en el calzoncillo para masajearle lentamente mientras notaba cómo se humedecía entre mis dedos. Alberto soltaba pequeños gemidos ahogados en mi boca al tiempo que me desnudaba con prisa. Se estaba deshaciendo vivo debajo de mi cuerpo.
“Me llamo Alberto, siento lo de mi amigo, es un idiota”-Me dijo el día que le conocí en la piscina-“¿De donde eres?”
Arrimé mi boca desparramada a su oreja y con un movimiento de cintura oscilante fui introduciéndole en mí despacio, notando cada roce entre nosotros. Cada pliegue estirarse al penetrarme. Cada recuerdo susurrándome en la memoria.
“Creo que te voy a querer siempre, como se quieren a los días soleados con brisa”
Alberto acompañaba con su respiración mis movimientos provocadores, sus manos en mis glúteos desnudos guiaban cada sacudida contoneante.
-Sigue…-Logré decirle entre jadeos ilegibles.
“La primera vez que me hiciste el amor pensé que había muerto por un instante. Fue maravilloso”
Me cogió el pelo con su mano de trabajador incansable y aceleró el ritmo. La sangre por nuestras arterias eran torrentes endiablados buscando una salida de emergencia. El sudor nos mantenía pegados y nuestras bocas parecían haberse cansado de buscar besos con lengua, pero solo era la imposibilidad de respirar con naturalidad.
“En realidad ya te conocía. No sé, tuve esa sensación cuando te vi, puede que por sueños de los que ni siquiera fuera consciente, o quizás simplemente estaba acostumbrado a imaginarme a alguien como tú dirigiendo mi vida como un director de orquesta. Pero cuando te vi, ya te conocía. Sabía que sería tuyo en cuanto dijeras algo”
-Sigue…
“Creo que te voy a querer siempre”
Chillé en su oído. Chillé como si me estuvieran matando, de placer, pero matando. Una implosión de color naranja-ojos-cerrados estalló dentro de mí y me cegó por unos largos segundos en los que el mundo dejó de dar vueltas. Alberto, silencioso, se vaciaba dentro de mí haciendo en sus movimientos eco de mis contracciones, abrazando mi espalda como si tuviera miedo de que fuera a evaporarme entre sus brazos.
“Si alguna vez te olvidas de mí házmelo saber”
El sentido de la vista volvía a dejarme sentir sus ojos anclados en los míos. Mi cuerpo se relajaba sobre el suyo descansando, la tensión se convertía en tendones temblorosos y Alberto me susurró algo que nunca llegué a entender.
-¿Qué has dicho?- Le pregunté.
-Lo que has oído.
No sé lo que era, pero nunca me importó y no me atreví a volver a preguntar.